Vestirse es considerado por muchas personas como algo intrascendente, sin importancia en su rutina diaria. Es frecuente escuchar la frase de «me puse lo primero que pillé en el clóset», u opiniones que presentan la preocupación por la ropa como algo reservado a vanidosos o superficiales. Pero nadie, ni las mentes más brillantes, puede salir desnudo a la vía pública sin arriesgar una amonestación o incluso una pena de reclusión menor. En Chile, el Artículo 373 del Código Penal tipifica a la desnudez pública como una «ofensa al pudor y a las buenas costumbres».
Sin embargo, en torno al vestir estamos hoy poniendo en juego variables mucho más complejas que las legales o estéticas, y que pueden llegar a convertir a quienes se visten —es decir, a todxs— en cómplices pasivos de violaciones a los derechos humanos y de la naturaleza. En un contexto global de emergencia climática y desigualdad social, vestirse se ha transformado en un acto político, que puede decir mucho sobre nuestros valores, creencias y mirada de mundo. En definitiva, hace rato que nuestra relación con la ropa dejó de ser algo inocente.
Lo demuestran, por ejemplo, las noticias de las últimas semanas sobre vertederos clandestinos de ropa usada en el norte de Chile. Previamente habíamos leído sobre algo similar en Ghana, donde se hablaba del «cementerio de la ropa usada de Occidente». Aunque para quienes habitamos en el centro del país esta situación puede resultar novedosa, hace años es parte de la realidad habitual de la Región de Tarapacá, que han sido testigo de como la comuna de Alto Hospicio se ha convertido en una «zona de sacrificio» de la moda (Niessen, 2020); es decir, en un lugar que ante la promesa falsa de desarrollo económico —pues son vecinos de la próspera zona franca iquiqueña— ha comprometido no sólo el ecosistema, sino también la salud y bienestar de sus habitantes... (👉 sigue leyendo en el link).